Mi hijo.


Permíteme susurrarte la canción de cuna que la tristeza ahogó en mi garganta cuando fui consciente de que no ibas a poder escucharla.

Permíteme recordarte como algo pequeñito que fue capaz de poner patas arriba a  un mundo al que ni siquiera habías llegado a conocer.

Permíteme pensar en cómo hubieran sido tus primeros pasos, 
en el arco que hubiera formado tu risa, 
en cómo hubiera olido tu piel...
En cómo serían tus manitas diminutas, y en lo imposible de soltarlas. 
 
Permíteme pensar en lo que daría ahora mismo por haber podido escucharte llorar al llegar a un mundo que no entenderías... Que ni yo misma entiendo. 
En lo que daría por ocupar las noches que hoy paso en vela, confusa y frustrada, acunándote entre mis brazos viéndote dormir. Creciendo contigo.

Permíteme imaginarme enseñándote que el miedo convierte los caminos llanos en montañas, y que es algo que aprendí tarde.
 
Hoy tu recuerdo imaginario me devuelve el aliento que yo sin querer te quité. 
Hoy me sobra aliento para reconocer que subiría todas esas montañas por verte crecer en mi vientre. 
Te amo. Aún te imagino dentro de mí, navegando por mi vientre como un barquito de papel jugando a naufragar.

Permíteme perdonarme, mi vida. 
El dolor pesa y cala hasta los huesos. El dolor se me posa en los ojos y los hace llover, se posa en mi estómago y no me deja comer, se posa en mis pies y no me deja avanzar, se posa en mi corazón y lo gobierna sin pedir permiso. 
 
Permíteme perdonarme, pequeño ángel y convertirte en toda la fuerza que un día me faltó, en esa esperanza que alguna vez perdi.

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